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Los pueblos en su desarrollo establecen estados que permiten las plenas libertades, o por el contrario grupos de poder que se apropian del Estado y restringen las libertades, los mismos que provocan la rebeliones, generalmente iniciándose por la desobediencia civil hasta lograr restablecer el ejercicio de los derechos ciudadanos.
El siguiente ensayo nos permite vislumbrar los riesgos por deformar la armonía que debe haber entre pueblos y gobernadores, que lamentablemente en la mayoría de los casos, estos últimos, ponen en riesgo esa armonía requerida.
DESOBEDIENCIA CIVIL
Acepto de todo corazón la máxima: “El mejor gobierno es el que gobierna menos” y me gustaría verlo puesto en práctica de un modo más rápido y sistemático. Pero al cumplirla resulta, y así también lo creo, que “el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto”; y, cuando los hombres estén preparados para él, ése será el tipo de gobierno que tendrán. Un gobierno es, en el mejor de los casos, un mal recurso, pero la mayoría de los gobiernos son, a menudo, y todos, en cierta medida, un inconveniente. Las objeciones que se le han puesto a un ejército permanente (que son muchas, de peso, y merecen tenerse en cuenta) pueden imputarse también al gobierno como institución. El ejército permanente es tan sólo un brazo de ese gobierno. El gobierno por sí mismo, que no es más que el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir. El ejemplo lo tenemos en la actual guerra de México, obra de relativamente pocas personas que se valen del gobierno establecido como de un instrumento, a pesar de que el pueblo no habría autorizado esta medida.
Este gobierno americano, ¿qué es sino una tradición, aunque muy reciente, que lucha por transmitirse a la posteridad sin deterioro, pese a ir perdiendo parte de su integridad a cada instante? No tiene ni la vitalidad ni la fuerza de un solo hombre, ya que un solo hombre puede plegarlo a su voluntad. Es una especie de fusil de madera para el pueblo mismo. Sin embargo, no es por ello menos necesario; el pueblo ha de tener alguna que otra complicada maquinaria y oír su sonido para satisfacer así su idea de gobierno. De este modo los gobiernos evidencian cuán fácilmente se puede instrumentalizar a los hombres, o pueden ellos instrumentalizar al gobierno en beneficio propio. Excelente, debemos reconocerlo. Tan es así que este gobierno por sí mismo nunca promovió empresa alguna y en cambio sí mostró cierta tendencia a extralimitarse en sus funciones. Esto no hace que el país sea libre. Esto no consolida el Oeste. Esto no educa. El propio temperamento del pueblo americano es el que ha conquistado todos sus logros hasta hoy, y hubiera conseguido muchos más, si el gobierno no se hubiera interpuesto en su camino a menudo. Y es que el gobierno es un mero recurso por el cual los hombres intentan vivir en paz; y, como ya hemos dicho, es más ventajoso el que menos interfiere en la vida de los gobernados. Si no fuera porque el comercio y los negocios parecen botar como la goma, nunca conseguirían saltar los obstáculos que los legisladores les interponen continuamente, y, si tuviéramos que juzgar a estos hombres únicamente por las repercusiones de sus actos, y no por sus intenciones, merecerían que los castigaran y los trataran como a esos delincuentes que ponen obstáculos en las vías del ferrocarril.
Pero, para hablar con sentido práctico y como ciudadano, a diferencia de los que se autodenominan contrarios a la existencia de un gobierno, solicito, no que desaparezca el gobierno inmediatamente, sino un mejor gobierno de inmediato. Dejemos que cada hombre manifieste qué tipo de gobierno tendría su confianza y ése sería un primer paso en su consecución.
Después de todo, la auténtica razón de que, cuando el poder está en manos del pueblo, la mayoría acceda al gobierno y se mantenga en él por un largo período, no es porque posean la verdad ni porque la minoría lo considere más justo, sino porque físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría decida en todos los temas no puede funcionar con justicia, al menos tal como entienden los hombres la justicia.
¿Acaso no puede existir un gobierno donde la mayoría no decida virtualmente lo que está bien o mal, sino que sea la conciencia? ¿Donde la mayoría decida sólo en aquellos temas en los que sea aplicable la norma de conveniencia? ¿Debe el ciudadano someter su conciencia al legislador por un solo instante, aunque sea, en la mínima medida? Entonces, ¿para qué tiene cada hombre su conciencia? Yo creo que debiéramos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia. La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo. Se ha dicho y con razón que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad con conciencia. La ley nunca hizo a los hombres más justos y, debido al respeto que les infunde, incluso los bienintencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia. Una consecuencia natural y muy frecuente del respeto indebido a la ley es que uno puede ver una fila de soldados: coronel, capitán, cabo, soldados rasos, artilleros, todos marchando con un orden admirable por colinas y valles hacia el frente en contra de su voluntad, ¡sí! contra su conciencia y su sentido común, lo que hace que la marcha sea más dura y se les sobrecoja el corazón.
No dudan que están involucrados en una empresa condenable; todos ellos son partidarios de la paz. Entonces, ¿qué son: hombres, o por el contrario, pequeños fuertes y polvorines móviles al servicio de cualquier mando militar sin escrúpulos? Visitad un arsenal y contemplad a un infante de marina; eso es lo que puede hacer de un hombre el gobierno americano, o lo que podría hacer un hechicero: una mera sombra y remedo de humanidad; en apariencia es un hombre vivo y erguido, pero, sin embargo, mejor diríamos que está enterrado bajo las armas con honores funerarios, aunque bien pudiera ser:
No se oían tambores ni himnos funerarios cuando llevamos su cadáver rápidamente al baluarte; ningún soldado disparó salvas de despedida sobre la tumba en que enterramos a nuestro héroe.
De este modo la masa sirve al Estado no como hombres sino básicamente como máquinas, con sus cuerpos. Ellos forman el ejército constituido y la milicia, los carceleros, la policía, los ayudantes del sheriff, etc. En la mayoría de los casos no ejercitan con libertad ni la crítica ni el sentido moral, sino que se igualan a la madera y a la tierra y a las piedras, e incluso se podrían fabricar hombres de madera que hicieran el mismo servicio. Tales individuos no infunden más respeto que los hombres de paja o los terrones de arcilla. No tienen más valor que caballos o perros, y sin embargo se les considera, en general, buenos ciudadanos. Otros, como muchos legisladores, políticos, abogados, ministros y funcionarios, sirven al Estado fundamentalmente con sus cabezas, y como casi nunca hacen distinciones morales, son capaces de servir tanto al diablo, sin pretenderlo, como a Dios. Unos pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformadores en un sentido amplio y los hombres sirven al Estado además con sus conciencias y, por tanto, las más de las veces se enfrentan a él y, a menudo, se les trata como enemigos. Un hombre prudente sólo será útil como hombre y no se someterá a ser “arcilla” y “tapar un agujero para detener el viento”, sino que dejará esa tarea a los otros:
Soy de estirpe demasiado elevada para convertirme en un esclavo, en un subalterno sometido a tutela, en un servidor dócil, en instrumento de cualquier Estado soberano del mundo.